Esta mañana, Juan me mostró todo lo que hizo en estos meses ¡Qué es bastante!: pinturas, animaciones y efectos especiales de todo tipo. Cuando comenzó su presentación declaró, con precioso candor, que aun cuando no sabía lo que quería pintar, tenía muchísimas ganas de hacerlo. Y ahí estaban las naturalezas muertas -amarillas o monocromáticas-, y un interesante bodegón futbolístico con botines flúor junto a una pelota Adidas.
Fue entonces que confesó ser un gran fanático del futbol, el trap y de Dr. Strange.
Sus animaciones -que más tarde mostró en una gran televisión-, las había realizado como requisito para completar un curso de efectos visuales. Consistentes en esferas luminosas levitantes, bolas energéticas y portales inspirados el multiverso cinemático de Marvel, sus animaciones hacían recordar que hoy, ser Youtuber es cosa seria, y pasar de amateur a amateur profesional requiere bastante experiencia.
“Me gustaría ser como Dr. Strange”, confesaba en la televisión. Luego, ya en el video, procedió a abrir un luminoso portal hacia el caribe mientras comentaba lo sencillo que era ser como Dr. Strange gracias a la magia de los efectos visuales y After Effects.
Como parte de una generación nacida en Instagram y cultivada en Tik Tok, Juan parecía confundir realidad con espectáculo. Su identidad, descrita principalmente por deseos, aspiraciones e intereses, constituía un tipo de vida encandilada a tal punto por lo externo, que hasta el contenido de su propio trabajo le resultaba ajeno.
Sus pinturas eran elocuentes al respecto: entregadas por completo a una referencia externa, la fotografía, no era mucho lo que pasaba con la pintura en sí misma.
Una buena pintura, si bien refiere a un objeto externo, es también igual a sí misma. Esto es lo más generoso y honesto que tiene una buena pintura o cualquier buen arte; Los nenúfares de Monet me fascinan por lo mismo: son, simultáneamente, reflejo de la mirada privada del jardinero y del agua en la que la naturaleza se refleja. Todo esto, cruzado por esas plantas liminales que son los nenúfares: con sus raíces secretas ocultas bajo el agua o escondidas tras el lienzo.
Sin embargo, en una generación como la de Juan, cultivada en la Matrix y Domestika, es posible que la idea de creación como externalización de un diálogo interno esté algo perdida. Pues en un contexto social como el actual -definido por una confusión entre estética, sportificación, trabajo, reality y política-, esta posibilidad se pierda en una pulsión irrefrenable por encontrar tu identidad en relación a personas, causas y grupos sociales externos.
Un verdadero espejo positivo del odio: en donde esta identificación irreflexiva con lo externo se da por la negación de grupos sociales completos, comunidades, opciones y personas que configuran acaban por configurar tu identidad de forma negativa.
Pero vuelvo a Juan. Quedé con la impresión de que su identidad estaba casi completamente basada en sus gustos y aspiraciones, en lo externo, y que sus trabajos, entonces, arriesgaban volverse meros insumos de exteriorización.
Y me preocupé.
Imaginé una vida sin interior: donde todo lo privado es público, donde la espontaneidad -como brote súbito del pensamiento interior- de tan repetida deja de ser espontánea, donde no hay límite entre lo interno y lo externo. Donde el hambre por respuestas rápidas y contingentes barre con la digestión de ideas para, finalmente, vaciar lo privado y empobrecer lo público.
Y tuve miedo.
La función más valiosa de lo privado, de lo interior, es ser la tierra en donde se esconde y cultiva lo que -tras emerger de ese secreto-, puede, si se quiere, ser compartido.
De lo contrario, ¿qué es lo que se comparte? ¿Un mismo vacío?
Sin interior no hay exterior. Y eso fue lo que me dio miedo en los trabajos tan amablemente, Juan compartió: daban cuenta de una creatividad volcada por completo a lo externo, de un interior reducido a un deseo amorfo, tenue, precoz.