Algunos días atrás, mi amiga Carolina subió una hermosa fotografía, en donde aparecía una célebre artista nacional junto a una montaña a la cual se refirió como sagrada. Confieso que luego de apreciar la belleza del paisaje y la simpatía de la escena, pensé en lo saturado que me tiene el pachamamismo: parte de un enjambre de ismos que configuran un período histórico -el presente delirante-, en el cual los homínidos se lamentan de ser homínidos, teléfonos sedientos de litio son la mejor herramienta para el activismo anti-extractivista, y la astrología financiera es un curso que podemos tomar -desde la comodidad del wifi-, a través de una plataforma educativa ampliamente utilizada.
De todos modos mi incomodidad con el pachamamismo no indica oposición alguna a la espiritualidad animista ni al pensamiento pachamámico, sin embargo -como joven formado en el seno de un colegio donde se cultivaba la religiosidad infantil-, soy cauteloso con el significado de las palabras y me pregunto, honestamente, si es que un cerro puede ser sagrado.
Y pienso que si, que es sagrado: que Carolina tiene razón, pues lo sagrado indica una dignidad intrínseca, fruto del reconocimiento de un misterio que es -por lo general-, resguardado por límites; No Matarás deriva de reconocer el carácter sagrado de la vida humana y los misterios que la acompañan. Transgredir este conmovedor reconocimiento de otredad deriva, dependiendo de tu contexto geográfico y teológico, en penas que abarcan desde la cárcel al mismísimo infierno.
Sin embargo la vida humana no es lo único que puede adquirir este carácter de sagrado: incendiar una bandera es punible en muchos países pues quemarla equivale a quemar lo que representa. No reconocer en la bandera algo sagrado, para una nación, algo extremadamente peligroso.
Durante la conquista de América este problema del reconocimiento de lo sagrado derivó en una verdadera obsesión con el canibalismo. De hecho, la palabra caníbal surgió de América como un derivado de Caribou, pues -como sugiere Cristobal Colon en sus diarios-, en América existían comunidades antropófagas que “se comunicaban ladrando”.
Muchos años más tarde Roger de Bry realizó macabras ilustraciones de indígenas brasileños disfrutando de barbacoas humanas, y décadas más tarde Eckhout retrató a la mujer Tapuya llevando casualmente una patita humana en su morral: como si fuese incapaz de distinguir entre humanidad y comida para el camino.
De esta supuesta imposibilidad (por cierto nunca comprobada), para reconocer el carácter sagrado de la vida humana, derivó el trato inhumano a muchos pueblos originarios como los tupis, los extintos tapuya, kaweskar, etc.
Y el problema no era que -como los rugbistas uruguayos y los cristianos cada domingo-, comiesen carne humana. El problema era la ausencia de rito y su desconocimiento de la vida humana como sagrada: su “canibalismo casual”.
Pero resulta que lo sagrado no tiene por qué tener por únicos beneficiarios a los humanos. El concepto de lo sagrado -la ritualización del uso y prohibición del abuso- implica un llamado a reconocer nuestros propios límites ante el misterio y la dignidad de lo que desconocemos: sean humanos o lagunas.
Entonces, no es pachamamismo considerar sagrado a un cerro. Reconocerlo por lo que es, y no reducirlo a una montón de recursos, es simplemente el modo más humano de verlo.